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DOCUMENTO DE UN SONDERKOMMANDO DE AUSCHWITZ, 1944.
Letras Libres. Octubre de 2006
Los siguientes capítulos han
sido extraídos de la segunda parte ("El transporte checo") del llamado
"Segundo manuscrito" de Zalmen Gradowski. Gradowski evoca las escenas de
la preparación al gaseamiento de un grupo de deportados del campo checo
de Theresienstadt (Terezín), mayoritariamente constituido por mujeres;
el proceso de vertido del Zyklon B, la extracción de los cadáveres y su
tratamiento final, y la cremación.*
En la sala donde se desnudan
En la amplia y profunda sala hay doce pilares que
sostienen el edificio; ahora está brillantemente iluminada por una
intensa luz eléctrica. Alrededor de las paredes y los pilares hay bancos
con colgadores que hace ya tiempo han sido dispuestos para que las
víctimas dejen en ellos sus ropas. Encima del primer pilar, un cartel
clavado en el que puede leerse en varios idiomas que se ha llegado a los
"baños" y que todos deben quitarse la ropa para que sea desinfectada.
Hemos coincidido con ellas, con las víctimas, y,
petrificados, intercambiamos miradas. Saben todo, comprenden todo: que
no son baños, y que esta sala es el corredor de la muerte.
El lugar va llenándose de gente sin cesar. Siguen
llegando camiones con nuevas víctimas, y a todas las engulle la "sala".
Estamos ahí, aturdidos, y somos incapaces de decirles una palabra.
Aunque no es la primera vez: han sido muchos los transportes que hemos
recibido, y hemos presenciado muchas escenas parecidas a ésta. Pero nos
sentimos débiles, como si fuéramos a desfallecer, a caer sin fuerzas
junto a ellas.
Todos somos presa de estupor. Cubiertos por ropas
ya viejas, rotas desde hace tiempo de tanto uso, hay cuerpos llenos de
encanto y atractivo. Tantas cabezas de cabellos rizados, negros,
castaños, rubios, y también algunas -pocas- de cabellos canosos, en las
que lucen grandes y profundos ojos negros que nos miran, embrujadores.
Ante nuestra vista se agitan vidas palpitantes y trémulas, en la flor de
la vida,
rebosantes de savia, empapadas en manantiales de
vida, rosas que podrían seguir creciendo en un fresco jardín, bañadas en
agua de lluvia, colmadas de rocío matinal. Con el resplandor del sol
brillan las gotas resplandecientes de sus ojos de flor, tal si fueran
perlas.
No teníamos el coraje ni la firmeza para decirles a
estas queridas hermanas que se desnudaran. Porque las ropas que
llevaban puestas, incluso ahora, son las corazas, los escudos que
protegen sus vidas. En el momento en que se desvistan y queden como su
madre las trajo al mundo, perderán su última defensa, el último sostén
del que ahora penden sus vidas. Y por eso no tenemos el coraje de
decirles que se desnuden lo más rápido que puedan. Que aún permanezcan
un momento, un instante más dentro de su coraza, arropadas por la vida.
La primera pregunta que surge de todos los labios
es si ya han llegado sus maridos. Quieren saber si aún viven sus
maridos, padres, hermanos, amantes, o si sus cuerpos yacen inmóviles en
alguna parte, los están quemando las llamas y de ellos ya ni rastro
queda. Y si ellas se han quedado solas, abandonadas y con un hijo que ya
es huérfano. Quizás haya perdido para siempre a su padre, a su hermano.
Pero entonces, ¿para qué vivir, por qué iba a querer seguir viviendo?
"Dime, hermano", dice una de ellas, resignada -su mente hace tiempo se
ha hecho a la idea de que ha de abandonar la vida y el mundo para
siempre. Se dirige a nosotros valientemente, con una nota de firmeza en
su voz: "Decidnos, hermanos, ¿cuánto se tarda en morir? ¿Es una muerte
penosa o fácil?"
Pero no les está permitido demorarse en aquel
lugar. Las bestias asesinas no tardan en manifestarse. El aire es
rasgado por los gritos de los bandidos borrachos, impacientes por saciar
su sed con la desnudez de mis queridas y hermosas hermanas. Los
porrazos arrecian sobre las espaldas, cabezas y cualquier otra parte de
los cuerpos con la que tropiezan, y rápidamente van cayendo al suelo las
prendas de vestir. Algunas se avergüenzan, quisieran ocultarse donde
fuera, con tal de no exponer su desnudez. Pero aquí no hay un solo
rincón, aquí ya no existe la vergüenza. La moral y la ética van a la
tumba, junto con la vida.
Algunas se abalanzan sobre nosotros como
hechizadas, como enamoradas se lanzan a nuestros brazos y nos ruegan con
miradas avergonzadas que las desvistamos, quieren olvidarse de todo, no
quieren pensar en nada. Al pisar el primer escalón de la tumba ya han
saldado todas las cuentas con el mundo de ayer, con su moral y
principios, con sus ideas éticas. Y ahora, en el umbral de la fosa,
mientras aún permanecen en la superficie de la vida y siguen sintiendo,
perciben todavía que necesita disfrutar el cuerpo, quieren darle todo lo
que desee, el último placer, la última alegría que sea posible obtener
en vida, ahora quieren emborracharlo, saciarlo antes de morir. Por ello
desean que ese cuerpo que palpita intensamente, pleno de sangre y de
vida, sea acariciado, mimado por la mano de un hombre extraño, que sea
el más cercano amante, aquí y ahora, quien lo acaricie. Y sentir de ese
modo como si la mano del esposo o del amante fuese la que acariciara y
mimara su cuerpo consumido por la pasión. Quieren emborracharse ahora,
las queridas hermanas, las hermosas mías. Y sus labios ardientes se
tienden hacia nosotros con amor, quieren besarnos apasionadamente,
mientras esos labios siguen con vida.
Llegan raudos más camiones repletos de víctimas,
éstas entran en la sala. Entre las filas de mujeres desnudas muchas se
abalanzan sobre las recién llegadas, llorando y gritando de manera
atroz; es que las hijas desnudas han reencontrado a su madre y se besan y
abrazan, se alegran de volver a estar juntas. Y la hija se siente feliz
de que su madre, de que el corazón de su madre, la acompañe a la
muerte.
Todas se desnudan y forman en fila, unas lloran y
otras se quedan quietas, como petrificadas. Una se arranca el cabello y
habla furiosamente consigo misma. Cuando me acerco a ella escucho
solamente estas palabras: "¿Dónde estás, amado esposo mío, por qué no
vienes a verme, si soy tan joven y hermosa?" Las que están cerca me
dicen que el día anterior, en el calabozo, ha perdido la razón.
Otras nos hablan en voz baja, serenas: "¡Ay!, si
somos tan jóvenes, tenemos ganas de vivir, hemos disfrutado tan poco de
la vida". No nos piden nada, porque saben que somos igualmente víctimas,
como ellas. Pero hablan, simplemente por hablar, porque el corazón está
colmado de pena y antes de morir quieren hablar con alguien que está
vivo y contarle sus sufrimientos.
Unas mujeres en grupo se abrazan y besan, son hermanas que se han encontrado allí y se apretujan hechas un ovillo.
Allí está también una madre desnuda sentada en un
banco son su hija en el regazo. Una criatura, una niña que aún no ha
cumplido quince años. Estrecha la cabecita contra su pecho y la besa por
todas partes. Y una corriente de cálidas lágrimas se derrama sobre su
sangre joven. La madre llora por su niña, a la que con sus propias manos
pronto conducirá a la muerte.
En la sala, en la inmensa tumba, brilla ahora una
nueva luz. A un lado del gran infierno se alinean los blancos,
alabastrinos cuerpos de mujer que esperan la apertura de las puertas del
infierno que les franqueará el camino hacia la tumba. Nosotros, los
hombres, vestidos, estamos frente a ellas y las miramos petrificados. No
somos capaces de discernir si la escena que contemplamos es real o si
se trata solamente de un sueño. ¿Hemos aterrizado acaso en un mundo de
mujeres desnudas donde pronto serán objeto de un diabólico juego? ¿O
estamos en algún museo, en el taller de un artista al que mujeres de
todas las edades, mostrando la más amplia gama de expresiones en sus
gestos, suspiros y callado llanto, han venido por su propia voluntad
para posar como modelos?
Porque lo que nos sorprende es que estas mujeres,
en lo que parece una excepción a tantos otros transportes, permanezcan
tan serenas. En su mayoría incluso parecen animosas y despreocupadas,
como si nada estuviera pasándoles. Miran de frente a la muerte con una
valentía, una serenidad que nos dejan estupefactos. ¿Acaso no saben lo
que les espera? Las contemplamos compasivamente porque vemos alzarse
ante nosotros otra estampa de horror: estas vidas palpitantes, estos
mundos en ebullición, el ruido, el alboroto que surge de ellas, en unas
horas habrá muerto, yacerá inmóvil. Sus bocas enmudecerán para siempre.
Esos ojos brillantes que ahora las dotan de tanto encanto, tanta magia,
quedarán detenidos, apuntando hacia una única dirección, como si fueran a
sondear la eternidad de la muerte.
Estos hermosos cuerpos seductores que ahora
florecen llenos de vida tendidos quedarán en el suelo, como seres
repugnantes revolcados en el lodo y la mugre de la tierra, sus limpios
cuerpos alabastrinos maculados por las deyecciones.
De la boca de perla se arrancarán los dientes junto con la carne, y la sangre correrá a raudales.
De la nariz perfilada manarán dos ríos: uno rojo, otro amarillo o blanco.
Y el rostro blanco y rosado se tornará rojo, azul o negro por efecto del gas.
Los ojos desorbitados estarán inyectados en sangre,
y será imposible reconocer a la mujer que ahora mismo tenemos ante
nosotros. Y dos heladas manos cortarán los ensortijados cabellos y
arrancarán los pendientes de sus orejas y los anillos de sus dedos.
Después, dos hombres extraños cubrirán con guantes
sus manos o las envolverán con trozos de tela, ya que estos cuerpos
-ahora blancos como la nieve- tendrán entonces un aspecto repulsivo y no
querrán tocarlos con las manos desnudas. Arrastrarán a esta joven y
hermosa flor por el suelo de cemento, helado y mugriento. Y su cuerpo
arrastrado barrerá toda la suciedad que encuentre en su camino.
Y como si se tratara de un animal repugnante, será
lanzada, arrojada sobre un montacargas que la enviará al fuego de allí
arriba, al infierno, y en pocos minutos esta carne humana se convertirá
en cenizas.
Ya podemos ver, ya percibimos su fin inminente.
Observo estas vidas palpitantes que aquí ocupan un gran espacio, que
ahora mismo representan mundos enteros, y dentro de unos minutos se
alzará ante mis ojos otra imagen: la de un compañero llevando una
carretilla de cenizas hacia la gran fosa. Ahora estoy junto a un grupo
de unas diez o quince mujeres, y muy pronto todos sus cuerpos, todas sus
vidas cabrán en una carretilla de cenizas. De quienes ahora están aquí
no quedará el más mínimo rastro, todas ellas, que han ocupado ciudades
enteras, que tenían un lugar en el mundo, serán borradas en breve,
arrancadas de cuajo, como si nunca, como si jamás hubiesen nacido.
Nuestros corazones están destrozados por el dolor. Sentimos en nosotros
mismos, sufrimos en carne propia la angustia de su paso de la vida a la
muerte.
Nuestros corazones se llenan de compasión. ¡Ay, si
pudiésemos sacrificar trozos de nuestra vida en su lugar, en lugar de
nuestras queridas hermanas, seríamos tan felices! Ahora querríamos
estrecharlas contra nuestro corazón dolorido, besar todo su cuerpo,
embriagarnos con la vida que está a punto de desaparecer. Dejar grabada
en el corazón esta imagen de sus vidas que aún palpitan y llevar
eternamente en el fondo de nuestros corazones estas vidas que se
apagarán ante nuestros ojos. Todos somos presa ahora de pensamientos de
pesadilla. Ellas, las queridas hermanas, nos miran con asombro: por qué
parecemos tan "trastornados", si ellas están serenas. Ahora darían lo
que fuera por hablar con nosotros, preguntarnos qué será de ellas cuando
hayan muerto, pero no se atreven y el secreto no les será revelado
hasta el final.
Por ahora, aquí está la gran masa desnuda que
dirige petrificada sus miradas en una sola dirección, mientras un oscuro
pensamiento va tejiéndose en su mente.
En un rincón han quedado todas sus pertenencias,
mezcladas en un ovillo, un revoltijo. Las ropas que hace un instante se
han quitado al desnudarse. Son ellas, sus cosas, las que ahora no les
permiten mantener la calma. A pesar de saber que ya no las necesitarán,
permanecen atadas a ellas por múltiples lazos, aún conservan el calor de
sus cuerpos. Ahí están, en desorden; aquí un vestido, allí el chaleco
que tanto abrigaba. ¡Ay, si pudieran volver a ponerse esas ropas, qué
bienestar sentirían, qué dichosas serían!
¿Será cierto, pues, que su situación es tan trágica que ya nunca más vestirán sus cuerpos esas ropas?
¿Se quedarán ahí abandonadas, tiradas? ¿Nunca más volverán a verlas?
Ay de esas ropas, ahora huérfanas. Son como testigos, advertencias, indicios de la muerte inminente.
Ay, quién vestirá esas ropas cuando ellas hayan
muerto. Una sale de la fila y va hacia un pañuelo de seda que ha quedado
atrapado bajo el pie de un compañero. Lo recoge rápidamente y vuelve a
fundirse en la fila. Le pregunto por qué necesita ese pañuelo. "Es un
recuerdo" -me contesta la joven en voz baja. Y quiere llevárselo a la
tumba.
El vertido del gas
En el silencio de la noche se oyen los pasos de dos
personas. A la luz de la luna se vislumbran las dos siluetas. Se
colocan las máscaras para verter el mortífero gas. Llevan dos grandes
bidones metálicos, que pronto aniquilarán a miles de víctimas. Dirigen
sus pasos hacia el búnker, hacia el profundo infierno, hacia allí
avanzan sigilosamente. Serenos, fríos, impasibles, como si se
dispusieran a realizar una labor sagrada. Su corazón es de hielo, sus
manos no tiemblan ni una sola vez, con paso inocente se acercan a cada
"ojo" del búnker enterrado; allí vierten el gas y después tapan el "ojo"
abierto con una pesada tapadera para que el gas no pueda salir. A
través de los ojos-orificios les llega el intenso y doloroso gemido de
la masa, que ya se debate con la muerte, pero su corazón no se conmueve.
Sordos, mudos, con frialdad impasible avanzan hacia el segundo "ojo" y
vuelven a verter el gas. Así van cubriendo hasta el último de los
"ojos", y entonces se quitan las máscaras. Ahora marchan orgullosos,
llenos de coraje y contentos. Han cumplido con una importante tarea para
su pueblo, para su país. Acaban de dar un paso más hacia la victoria...
Los preparativos para el infierno
Es preciso endurecer el corazón, matar toda
sensibilidad, acallar todo sentimiento de dolor. Es preciso reprimir el
horroroso sufrimiento que recorre como un huracán todos los rincones del
cuerpo. Es preciso convertirse en un autómata que nada ve, nada siente y
nada comprende.
Los brazos y las piernas se dedican a trabajar.
Allí hay un grupo de compañeros, cada uno ocupado en su labor. Se jala
con fuerza hasta extraer los cuerpos de la madeja, éste por una pierna,
aquel otro por un brazo, lo que resulte más cómodo. Parece que en
cualquier momento van a desmembrarse por los incesantes tirones. Después
se arrastra el cuerpo por el mugriento y frío suelo de cemento, y su
hermosa blancura alabastrina, como si fuera una escoba, va recogiendo
toda la suciedad, todo el polvo que encuentra en su camino. Se toma el
cuerpo, ahora manchado, y se lo coloca boca arriba. Te miran unos ojos
ya vidriosos, como si preguntaran: "¿Qué harás ahora conmigo, hermano?"
Más de una vez reconoces a alguien con quien compartiste ratos antes de
que entrara en la tumba. Tres personas se disponen a preparar los
cuerpos. Con unas frías tenazas, uno de ellos se introduce en la hermosa
boca en busca de algún tesoro, de algún diente de oro, y cuando lo
encuentra, lo arranca con carne y todo. Otro, con las tijeras, corta los
cabellos ondulados, despoja a la mujer de su corona. El tercero arranca
deprisa los pendientes de las orejas, y más de una vez las deja
manchadas de sangre. Y los anillos que no salen fácilmente también se
arrancan con tenazas.
Ahora ya se los puede llevar el montacargas. Dos
hombres mecen los cuerpos como si fueran leños y los lanzan sobre la
plataforma; cuando han sumado siete u ocho, se avisa con un bastonazo y
sube el montacargas.
En el corazón del infierno
Allí arriba, junto al montacargas, cuatro hombres
esperan. A un lado, dos arrastran los cuerpos al "depósito"; los otros
dos están encargados de conducirlos directamente hacia los hornos. Los
cuerpos son alineados de dos en dos ante cada una de las bocas del
horno. Los niños pequeños están apilados a un lado y van siendo
arrojados a razón de uno por cada dos adultos. Se colocan los cuerpos
sobre la "tabla de purificación"5 -una angarilla de hierro-, y entonces
se abre la boca del horno y se empuja la angarilla hacia el interior. El
fuego infernal extiende sus lenguas como brazos abiertos y atrapa el
cuerpo de inmediato, como si fuera un tesoro. Lo primero en arder son
los cabellos. La piel se llena de ampollas y en pocos segundos estalla.
Los brazos y piernas comienzan a contorsionarse porque las arterias se
encogen y ponen los miembros en movimiento. El cuerpo entero arde
intensamente, estalla la piel y puede oírse el crepitar del fuego
avivado por la grasa derramada. Ya no se ve un cuerpo, sino una sala en
la que arde un fuego infernal que consume algo en su interior. El
vientre estalla. Los intestinos y las entrañas brotan rápidamente de su
interior y en pocos minutos no queda traza de ellos. La cabeza tarda más
en arder. De las órbitas surgen unas llamitas azules que centellean,
los ojos arden junto con los sesos ocultos que de este modo se
manifiestan, mientras en la boca sigue calcinándose la lengua. El
proceso dura en total cerca de veinte minutos, durante los que un
cuerpo, un mundo se ve reducido a cenizas.
Te quedas petrificado, observando. Ahora colocan a
otros dos sobre la angarilla. Dos seres, dos mundos que tenían un sitio
entre la humanidad, que vivían, existían, hacían y creaban. Que
trabajaron para el mundo y para sí mismos, que estaban poniendo un
ladrillo sobre el gran edificio, tejiendo un hilo para el mundo y el
porvenir; y en veinte minutos no quedará de ellos el más ínfimo
vestigio.
Aquí yacen otras dos, las han lavoteado. Dos
mujeres hermosas y jóvenes, que han debido de ser espléndidas. Ocupaban
su sitio en la tierra, ocupaban dos mundos enteros; cuánta dicha y
placer dieron al mundo, cada una de sus sonrisas era un consuelo, cada
mirada una alegría, cada una de sus palabras tan encantadora como un
canto celestial, y allí donde posaban sus pies traían consigo la
alegría, el placer. Tantos corazones las amaron, y ahora están las dos
sobre la angarilla de hierro y pronto se abrirá la boca infernal y en
minutos no quedará de ellas ni el más ínfimo vestigio.
Ahora disponen a tres más. Una criatura apretujada
contra el pecho de su madre; cuánta dicha, cuánta satisfacción sintieron
esa madre y su padre cuando el niño nació. Construían un hogar, tejían
un futuro, el mundo era para ellos un idilio, y en veinte minutos no
quedará de ellos ni el más ínfimo vestigio.
El montacargas sube y baja transportando
incontables víctimas. Como en un gran matadero yacen aquí apilados los
cadáveres, esperando en fila su turno y que se los lleven.
Treinta bocas infernales arden al unísono en los
dos grandes edificios y engullen un sinnúmero de víctimas. No habrá de
pasar mucho tiempo antes de que cinco mil personas, cinco mil mundos
sean devorados por las llamas.
Los hornos arden y rugen como olas tempestuosas,
los hornos fueron encendidos hace ya tiempo por las manos de los
bárbaros, los asesinos del mundo, que aspiran a espantar con la luz de
sus llamas las tinieblas de su mundo de horror.
El fuego arde firme y sereno, nada lo impide, nadie
lo apaga. Sin parar recibe más víctimas, como si el antiguo pueblo de
mártires hubiera nacido especialmente para eso.
Vasto mundo libre, ¿verás algún día esta inmensa
llama? Y tú, hombre libre, si alguna vez ante el crepúsculo -estés donde
estés- elevas tus ojos hacia el alto cielo, hondamente azul, y lo ves
cubrirse de llamas a lo lejos, has de saber, hombre libre, que ese es el
fuego de este infierno donde sin parar se consumen seres humanos.
Quizás un día su fuego caliente tu helado corazón y funda el hielo de
tus manos frías, para que así puedas venir a apagarlo. O quizás tu
corazón eche alas de coraje y bravura y sustituyas a las víctimas que
nutren el fuego de este infierno, para que arda aquí eternamente y que
en sus llamas sean devorados quienes lo encendieron. ~
¿Ha dicho Sonderkommando?
Los miembros de los Sonderkommandos de
Auschwitz han sido objeto de una de las más tenaces leyendas negras
divulgadas después de la Segunda Guerra Mundial. Bien por
desconocimiento de la lógica del proceso de exterminio de los judíos
europeos ejecutado por el régimen nazi, bien por voluntad de borrar lo
que durante mucho tiempo los sobrevivientes consideraron episodios
especialmente vergonzosos del mismo, la realidad de estos "comandos
especiales" se mantuvo discretamente apartada del estudio general del
proceso de internamiento, selecciones y asesinato en las cámaras de gas
de los seis campos de exterminio levantados por los alemanes en
territorio polaco.
Dicha leyenda rezaba que los "comandos
especiales" estaban integrados por delincuentes comunes especialmente
violentos, a los que los ss, además, mantenían deliberadamente
embrutecidos facilitándoles el consumo de grandes cantidades de alcohol.
Recién rescatado de Monowitz, Primo Levi se hace eco de esta fantasiosa
versión en su primer acercamiento razonado a Auschwitz. Es
significativo que el mismo Levi volviera sobre los Sonderkommandos de
Auschwitz en su último libro, Los hundidos y los salvados, para elaborar
esta vez un análisis equilibrado, basado en hechos contrastables. Este
cambio radical de percepción y enfoque sin duda es tributario de la
recuperación y divulgación, entre 1945 y 1989, de testimonios escritos
por miembros del Sonderkommando3 y la visibilidad otorgada a algunos de
sus sobrevivientes -Filip Muller- por Claude Lanzmann en su film Shoah
(1985).
¿Cuáles eran las funciones de los
Sonderkommandos? ¿Quiénes los integraban? ¿Durante cuánto tiempo y en
qué condiciones operaron? Resumiendo, los Sonderkommandos eran
escuadrones especiales de trabajo, destinados a operar en las cámaras de
gas y los crematorios. Todos sus miembros eran deportados judíos. Hubo
Sonderkommandos en los seis campos de exterminio para judíos construidos
en territorio polaco (Chelmno, Treblinka, Majdanek, Sobibor, Belzec y
Auschwitz-Birkenau). Los de Auschwitz fueron los más numerosos, y uno de
ellos protagonizó la única revuelta que se produjo en este campo.
Estaban obligados a retirar los cadáveres de las cámaras, limpiarlas y
prepararlas para el siguiente gaseamiento, conducir los cuerpos al
crematorio anexo y quemarlos. Asimismo, debían dispersar las cenizas en
los lugares designados a este efecto. Vivían en régimen de estricto
aislamiento respecto de los otros prisioneros del campo. Gozaban del
privilegio de una ración extra de comida y, ocasionalmente, bebidas
alcohólicas. Periódicamente eran, a su vez, exterminados en las cámaras
de gas y reemplazados por otros deportados. En la primavera de 1944,
cuando se inició el gaseamiento masivo de los judíos húngaros deportados
a Auschwitz, el Sonderkommando de Birkenau estuvo integrado por un
millar de hombres que trabajaban en equipos por turnos de doce horas
ininterrumpidamente.
Las preguntas arriba formuladas sin duda
habrían permanecido sin respuesta de no haberse producido un fenómeno
notable: la redacción, por parte de miembros integrantes de estos
equipos, de su testimonio existencial y la supervivencia de estos
documentos gracias a su deliberada ocultación. Todos los manuscritos
hallados fueron enterrados in situ, siendo conscientes sus autores de
que ellos mismos estaban destinados a morir en las cámaras de gas y ser
reemplazados por nuevos equipos especiales. La mayoría se presenta en
estado fragmentario, muy degradado el soporte por las condiciones de
conservación hasta su desenterramiento. Tres manuscritos sobresalen por
su entidad y calidad de escritura, los debidos a los judíos polacos
Zalmen Gradowski, Lejb Langfus y Zalmen Lewenthal. Los tres ingresaron
en Auschwitz en diciembre de 1942 y fueron seleccionados para trabajar
en el Sonderkommando. Excepcional en este grupo minoritario es el
documento elaborado por Zalmen Gradowski, desenterrado el 5 de marzo de
1945 en las excavaciones cercanas al crematorio III de Birkenau
realizadas por una comisión de investigación soviética. Este documento
consta de dos manuscritos: un cuaderno de 14,5 x 9,5 cm y 91 páginas
numeradas (de las que se ha perdido una docena), y un segundo manuscrito
de dos páginas fechadas el 6 de septiembre de 1944. Gradowski,
originario de Suwalki, ciudad polaca fronteriza con Lituania, pertenecía
a una familia de comerciantes muy religiosos. Ya deportado e integrado
en el Sonderkommando, fue un miembro activo del movimiento clandestino
de resistencia, y es probable que haya sido asesinado durante la
revuelta del Sonderkommando de octubre de 1944. Conviene señalar que los
miembros de los Sonderkommandos, lejos de ser las "bestias feroces" a
las que se refería Levi en 1945 ó aquellos "judíos colaboracionistas"
que fustigaba el relato canónico elaborado en Israel después de la
guerra4, fueron los únicos judíos deportados a Auschwitz-Birkenau
capaces de organizar una revuelta en la que perecieron varios SS. La
redacción del testimonio personal de sus miembros también se inscribe en
una lógica "política", en el sentido más amplio de la palabra:
conscientes de su inminente desaparición, hicieron el esfuerzo
(sobrehumano, habida cuenta de sus condiciones de vida) de poner por
escrito el horror del que eran testigos y del que se les obligaba a ser
partícipes, con la expresa voluntad de evitar que todo ello pereciera en
el olvido.
Hoy, esa función de rescate y apuntalamiento de
la memoria del suceso que sigue constituyendo la mayor mácula para la
conciencia ética de los europeos no ha perdido un ápice de su razón de
ser. De hecho, a juzgar por el auge en Europa de una nueva judeofobia
ligada a una poderosa corriente de antisemitismo fomentada en los países
musulmanes, más que nunca es indispensable recordar en qué consistió el
genocidio del pueblo judío.
Los siguientes capítulos han sido extraídos de
la segunda parte ("El transporte checo") del llamado "Segundo
manuscrito" de Zalmen Gradowski. Gradowski evoca las escenas de la
preparación al gaseamiento de un grupo de deportados del campo checo de
Theresienstadt (Terezín), mayoritariamente constituido por mujeres; el
proceso de vertido del Zyklon B, la extracción de los cadáveres y su
tratamiento final, y la cremación.
Los dos manuscritos de Gradowski, con
introducción, notas y aparato bibliográfico de Philippe Mesnard,
integran el volumen En el corazón del infierno (trad. del ídish de Varda
Fiszbein y del francés de Ana Nuño), que publica Reverso Ediciones en
estos días.
- Ana Nuño
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